La Unión de los Pueblos Europeos
La Unión Europea es una
idea. Filosofía de circunstancias que consolidó su necesidad tras las
barbaridades de la Segunda Guerra Mundial. No en vano, muchas de las personas
que contribuyeron de alguna manera a su creación, los auténticos artífices de
la colocación de los cimientos de la Unión, sufrieron en sus propias carnes los
horrores de la guerra en un continente cuyos pueblos se enfrentaron hasta
flirtear peligrosamente con el exterminio. Tal vez sea esa la razón por la que
todos ellos vieron en una unión de los pueblos europeos la única vía para
alcanzar y mantener la paz.
Me gustaría centrarme en
la idea más social de la Unión Europea; esa que hoy parece una auténtica
utopía en la vorágine de una actualidad marcada por las diferentes —y en muchos
casos antagónicas— tendencias políticas que no hacen sino infectar el idealismo
de una auténtica unión de los pueblos, algo que va mucho más allá de la mera
unión actual, principalmente económica, entre los Estados miembros; una
actualidad empapada de necesidades y ambiciones a todas luces lejos del bien
común, siguiendo la lógica de los intereses propios. Dicha diversidad política complementa
aunque también corrompe la diversidad cultural y frena la tendencia natural de
los seres humanos a unirse. Sí, a pesar de ser la nuestra una historia marcada
por siglos de guerras, conquistas, matanzas y demás barbaries, las distintas
razas siempre han terminado por fusionarse, por necesidad o afinidad, creando
nuevas razas y nuevos pueblos, dando lugar a nuevas circunstancias y nuevas
realidades.
Esa idea social de
la Unión ha sido sustentada por personajes como Winston Churchill, que apostó
por “…volver a crear la familia europea […] y dotarla de una estructura bajo
la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad.”, el Canciller alemán
Konrad Adenauer, que afirmaba que “Una paz duradera sólo puede lograrse con
una Europa unida”, Marga Klompé, activa y activista en cuestiones de protección
social y Derechos Humanos, Simone Veil y Louise Weiss, que lucharon por mejorar
la calidad de vida de las mujeres, por el sufragio femenino, el derecho al
aborto; Sicco Mansholt, Melina Mercouri, etc… en fin, podríamos citar a
numerosas personalidades que, siguiendo sus convicciones sentaron las bases filosóficas
de una auténtica Unión de los Pueblos promulgando y defendiendo la
democracia, la igualdad, los Derechos Humanos, la tolerancia y el respeto entre
las diversidades culturales —el propio lema de la Unión es “Unidad en la
diversidad”. En definitiva, todos ellos soñaron una unión necesaria para
alcanzar y mantener la paz.
Pienso en la Unión de los
Pueblos Europeos como concepto básico de la idea que sostendría la Europa que
aquellos imaginaron. Pero parece un europeísmo utópico en el que los valores
que se promueven se consumen y mueren en los tratados (en ocasiones fallidos,
como la Constitución Europea). Esa diversidad que refleja el lema de la Unión
se materializa merced a una tasa de natalidad positiva y al flujo migratorio,
propiciando que la población ya sobrepase, de acuerdo con fuentes oficiales,
los 500 millones de habitantes legales residentes en el conjunto de los Estados
miembros. Esta cifra, que aumenta cada año, crece en proporción al rechazo que
provoca la asimilación de dicha diversidad y que no es sino fruto de la
inevitable globalización.
Hoy en día, sin embargo,
se nos hace prácticamente imposible hablar de razas, pues el cruce de culturas
y el contacto entre originarios de distintas procedencias es cada vez mayor,
inevitable y no menos necesario. Contrasta directamente con esta realidad el
auge del extremismo nacionalista en Europa, cuyos grupúsculos no alcanzan a
entender —o no quieren entender o, tal vez, no les interese…— que se está
produciendo un cambio del modo de vida y de orden a nivel mundial que todavía y
muy a su pesar, no ha completado su ciclo y que sin duda, es mucho más grande
que cualquier amor incondicional a cualquier bandera y a cualquier pasado que
no es más que eso: Pasado que no habrá de volver.
A grandes rasgos y sin
ánimo de perdernos en pantanos jurídicos innecesarios, el Título IV del TFUE
recoge la “Libre circulación de personas, servicios y capitales” y, en particular,
su Capítulo 2 se dedica al “Derecho de establecimiento”, que es el lugar
al que queremos llegar. La idea de una Europa unida pasa necesariamente por la
unidad social y cultural de sus pueblos, siendo imprescindible una actitud
abierta por parte de todos ellos y la extremadamente difícil capacidad de
adaptarse a las costumbres del prójimo, tolerarlas, compartirlas y aceptarlas.
Resulta pues, fundamental, entender que la convivencia en una auténtica Unión
de los Pueblos Europeos, pasa por la asimilación de las diversidades sociales,
culturales, étnicas y religiosas como propias. Debemos reducir nuestra
denominación a una única palabra: “personas”. Somos ciudadanos, individuos
sin ningún tipo de clasificación; sin ningún tipo de demanda ni ninguna clase
de distinción y en esa diversidad reside el carácter inequívoco de los valores
que han de alimentar a la unión de la que hablamos.
El derecho de
establecimiento descansa sobre la ya consumada desaparición de las fronteras
físicas y la idea de la libre circulación por la totalidad del territorio de
los individuos sin restricción alguna. Este derecho debería propiciar la
simbiosis final entre los pueblos, pues las distintas culturas han de
complementarse para crear otras nuevas. Pero la problemática reside en la
tolerancia y en la capacidad de los seres humanos de aceptar los cambios. La
Unión de los Pueblos Europeos necesita un equilibrio que difícilmente podrá
alcanzarse, de ahí que consideremos dicha unión como una auténtica utopía en los
tiempos que corren. Será necesario una restructuración total del pensamiento a
nivel individual y colectivo. La complicación que surge en este punto es que
algunos grupos deberán ceder determinadas cosas para que otros que no las
tienen puedan acceder a ellas. Por poner un ejemplo claro, pasaría por empezar
a equiparar los salarios de todos los europeos, así como los precios y las
prestaciones sociales, la aportación de cada país a la unión y lo que cada uno
recibe de ella… Difícil, ¿verdad?
Si volvemos al inicio de
esta reflexión, nos encontraremos de nuevo con la idea de que la Unión Europea
fue concebida para evitar guerras futuras. Si estamos unidos no existen los
enemigos. Con todo, esta idea se hace inalcanzable en una sociedad tan poco
evolucionada como la nuestra, que todavía se atreve a distinguir entre Primer
Mundo, países en vías de desarrollo y Tercer Mundo… mundos en los que la
diferencia de clases es tan marcada y no tiene perspectiva de corrección a
largo plazo. Un mundo en el que la especulación económica es tan anormalmente
desorbitada que el deterioro de nuestro planeta (nuestra casa) ha pasado a un
segundo plano y no se encuentra entre los intereses de las élites económicas
revertir tales situaciones. Vivimos en un sistema cortoplacista que parece
improvisar peligrosamente, dejando para los descendientes los problemas del
futuro. Se trata de una especie de Carpe diem económico en el que nada
de lo que pueda ocurrir después nos afectará, pues ya no seremos carne de este
mundo. Tal vez de eso se traten los ciclos vitales.
En resumen, la idea
utópica de una Unión de los Pueblos Europeos plantea una convivencia uniforme,
profunda y real de todos los habitantes del continente, en el que la diversidad
sea el auténtico motor de la unidad sintiendo orgullo, no sólo de la cultura
propia sino también de la que no es originalmente nuestra, alcanzando el
equilibrio social en igualdad de condiciones, sin mayorías ni minorías, sin
colectivos favorecidos ni necesitados, sin riesgos de exclusión social y sin
élites… Aquellos que pensaron la primera Unión Europea soñaron con una paz sin
tapujos después de las atrocidades sufridas durante la Segunda Guerra Mundial
que sólo sería viable si los pueblos uniesen sus manos y comenzasen a caminar
juntos. Lo que está claro es que algo no resultó y hoy, habiendo superado la
primera mitad de 2019, la altura política en Europa no está al nivel de la
esencia de lo que un día comenzó a forjarse con la ilusión de que todo podría
ser de otra manera bien distinta.
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